Hoy comienza el Adviento. Comienza la cuenta atrás para la llegada de la Navidad … un año más.
Para la llegada de la Navidad o el Solsticio de Invierno, según tradiciones y culturas (Calendario de Adviento).
El caso es que cuando llegan estas fechas, entre tanto color, luces, música, compras y algarabía, siempre me acuerdo de la historia de La Pequeña Cerillera: ¿La recuerdas?
‘La pequeña cerillera’ es un cuento para niños escrito por Hans Christian Andersen.
A mí es un cuento que en el pasado siempre me emocionaba mucho, aunque desde que integré el concepto de Conciencia de Humanidad, en mi vida ya no hay lugar para la pena, la lástima, la tristeza, etc. o cualquier otro sentimiento que no aporta nada positivo. Cuando estás en paz contigo mismo y con el mundo desaparecen ciertas emociones. También aleja de tu vida el concepto de pobreza (física mental y espiritual). He integrado lo que significa ‘Sé tú el cambio que quieras en el mundo’.
Pero la pregunta que quiero haceros es:
¿Es realmente un cuento para niños? ¿Demasiado duro y realista? ¿Se lo contaríais a vuestros hijos? ¿Cómo lo haríais?
Si tienes hijos pequeños este cuento puedes leérselo cada Navidad para familiarizarles con el sentimiento de gratitud por todas las cosas buenas que disfrutan cada día y que dan por sentadas como si todo el mundo las tuviera.
También para que tomen conciencia de que hay personas en el mundo menos afortunadas que ellos y fomentar valores como la conciencia de humanidad, la solidaridad, la generosidad, la bondad, etc.
Hay profesionales que opinan que algunos cuentos de hadas no son ni inocentes ni para niños. Muchas de las historias que han llegado hasta nuestros días han sido ‘suavizadas’ y adaptadas para contárselas a los niños (en el mejor de los casos, en otros para manipular según intereses) y no tienen nada que ver con el escrito original.
A quien interese el tema aquí puede leer el interesante libro de Bruno Bettelheim ‘Psicoanálisis de los cuentos de hadas’.
Pero mi intención hoy era sólo recordaros el cuento y el mensaje que ofrece pues considero que ‘está en el aire’ estos días de Adviento y Navidad.
Toda la Humanidad somos una unidad, como una gran familia y mientras haya personas que sufren, que no tienen amor ni lo imprescindible para vivir con dignidad , es que hay mucho trabajo por hacer todavía. Y todos tenemos nuestra parte de responsabilidad.
En estas fechas del año, se hacen presentes ante nosotros, con más fuerza, los que menos tienen, los llamados pobres (sea cual sea su tipo de pobreza) apelando a nuestra conciencia de humanidad.
Piensa en ello en estas fechas y recuerda las palabras de Gandhi:
‘Vive con sencillez para que, sencillamente, otros puedan vivir’
#NodejarANadieAtras #ODS1 #ODS
¡Qué 2024 aleje de vuestras vidas la pobreza física, mental y espiritual!
La Pequeña Cerillera
¡Qué frío hacía!
Nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.
Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero centavo; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.
En un ángulo que formaban dos casas –una más saliente que la otra–, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; solo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.

Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a esta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan solo la gruesa y fría pared.
Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas ardían en las ramas verdes, y de estas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos… y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.

«Alguien se está muriendo» –pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho:
–Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.
Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.
–¡Abuelita! –exclamó la pequeña–. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad.
Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.
Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas y la boca sonriente… Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver sentado con sus fósforos: un paquetito que parecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.